googleec0300c30f0b2b44.html Indígena de la tierra.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

A las nubes

   Aquel día experimentamos lo que eran para nosotros las nubes: sólo algo pasajero. Así me atrevo a definirlas, tras su jovial pasada y su olor a tiempos remotos, el reconfortante petricor que nos enseña que algo más bello que el hombre florece en las afueras, allí donde nada se consigue ver; entre niebla, entre nuestro polvo, en los tejados de la propia civilización humana.
   Además de entrañar lo ajeno, las nubes para mí son eternas emigrantes. Recuerdo, ahora en este día de lluvia, lo que dijo Heráclito en su siglo V a.c, «En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]», y siento como si las nubes que vemos tampoco fueran las mismas; sus formas, su ritmo, su eterna constancia. Eternas viajeras que no dejan nunca de cambiar, que se irán para no volver, dejándonos a nosotros atrás…
   De ellas nacimos. En un día no tan alejado al de hoy, con su lluvia, su tierra mojada, su hastío a la eternidad. Así nacimos todos: sin preguntar primero. Después todo fue como siempre: alguien quiso sobrepasar la raya, tomó del árbol que no era (pero sí que era) la fruta que no debía y caímos en el laberinto de las puertas cerradas. Allí donde nos enseñaron que el saber, en suma, lleva a la autodestrucción; que el querer no es saber no estar solo; y que la verdadera pregunta no era “por qué”, sino “para qué”.
   De las nubes aprendí a no enfadarme. De ellas, sólo por ellas, supe ver lo absurdo que fui cuando me creí el centro del mundo, pues nadie lo es y todos lo somos.
   De esta manera supe ver que ellas son así: imperecederas, infatigables, como la gota de agua que me compone y me deshace; delicadas y fuertes al mismo tiempo, arrebatadoras y madre de todos. Por ello cuando las veo desaparecer sobre el final de mi horizonte, temo que no vuelvan jamás, pero algo dentro de mí me dice que regresarán. Será mi corazón de nube que a nada teme, que sabe que puede romper montañas y fatigar océanos. Algo valiente que se esconde y me condena.
 
   Porque ellas son el numen de todo, porque no son esclavas de nadie.
Porque yo acepté mi condición de nube.
Porque ellas.

miércoles, 8 de julio de 2015

Soneto II

Vivir y con vivir qué sufrimiento.
Me ahogo en las orillas de esta agua,
Por mí pasa la corriente del tiempo,
Dejándome, cada vez, más arrugas en el alma.  

No recuerdo al hombre de mi reflejo,
Tampoco al que se estrecha y me abraza,
Manos que arden y me traen el recuerdo,
De la niñez donde jugaba a ser viento con las ramas.

En el horizonte veo el espejo blanco,
Que me refleja y me condena,
¿Será tuyo, querida Luna, este sentimiento que me apena?

Esta Luna traerá consigo un día distinto
Y en ella me veré cada vez más viejo y más cansado
Y con ella vendrá otro Sol, cada vez más frío y más lejano.

viernes, 3 de julio de 2015

Sacrificio

   Bendito mi rapto —pensé cuando vi mis piernas y mis brazos atados por un cordel—. Bendita sea esta prisión de movimientos que, con apenas esfuerzo e ingredientes, había encogido el coraje de mi alma valiente.  Mi cuerpo se balanceaba torpemente alrededor de un tronco de madera del que, sin éxito, intentaba soltarme.  Mis fuerzas menguaban a cada intento de fuga, a cada cual me parecía más pesada la cabeza; en un último esfuerzo intente morder el cordel, pero este era fuerte y tenso y se resistió, como las veces pasadas, a la presión de mis dientes. Ahora sólo me dejaba llevar por la inversa selva, donde las plantas habían aprendido a crecer en la dirección opuesta al cielo; ahora, abandonaba la esperanza de salir de mi rapto con vida, sería alimento para estos monos sin pelo, sería su cena, su comida, su ropa, su rito, su símbolo, su demonio y su promesa.
  Me dejo llevar y me invaden recuerdos de cuando era joven y vagaba con mis hermanos por estos montes de los que tanta vida y paz he recibido; pero ahora lo voy dejando atrás y se va sumiendo en el recuerdo que, lentamente, se convertirá en olvido. Se dibuja ante mí una montaña de proporciones perfectamente extrañas, donde esperan a mi llegada un centenar más de los dichosos monos. Todos chillan y enloquecen con mi llegada, provocando gritos de júbilo que se oyen y se refugian en el silencio de la selva que los envuelve. La noche se cierra a nuestras espaldas, pero los habitantes de la montaña parecen controlar la luz e iluminan con ella el interior. Ahora todo se envuelve en la danza entre la luz y la sombra y mis ojos lloran al verlo, al ver tan arcaica belleza y me siento insignificante ante el poder de tal pueblo. Ya he aceptado mi muerte y sólo espero la velocidad de esta. 
   No supe hacia dónde me llevaban hasta que vi, en lo alto de un pequeño monte de madera que encerraba la montaña en su interior, un monolito de piedra. Vi a uno de los habitantes de la montaña esperándome en uno de los lados del monolito y que parecía mirarme, gustoso de lo que allí iba a suceder. Dijo algo en una inventada lengua, artificial como ellos y con la que sólo ellos se entendían. Me pareció muy egoísta por parte del pueblo de la montaña no decirlo en alguna lengua universal, enseñadas desde tiempos remotos por el viento, el agua, el sol y las nubes; para que así todos nos diéramos cuenta de lo que iba a ocurrir, pero luego me cercioré de que yo era el único extranjero y, tal vez, el único que merecía saberlo. Más tarde me di cuenta de que mi deber no era saberlo, pues tarde o temprano la respuesta llegaría por una de sus inescrutables ramas; sino que mi deber estaría en comprenderlo y llegar a perdonar lo que los hombres de la montaña tenían preparado para mí. Pero puedo decirlo abiertamente: jamás lo comprendí y jamás los perdonaré.
   Al fin dejaron reposar mi cuerpo sobre la húmeda piedra que había sido espolvoreada con plantas de la zona y la cual me perfumaba del olor del campo y la selva. Una brisa cálida atravesó el monte de madera y me recordó a mi hogar; allí donde mis hijos y mi mujer estarían agobiados de buscar sin encontrarme. Seguro —pensé— que estarán llamándome desde las alturas; hablando con el viento para que me busqué y me encuentre y me guíe en el camino de vuelta a casa; pero tan lejos estaba yo de esa brisa como lo estaba del encuentro con mi mujer y mis hijos. 
   Soltaron mis cadenas de tela y, antes de que me acostumbrará a la libertad, me pusieron boca abajo, golpeando mi barbilla contra la piedra,  mientras dos hombres me sujetaban de las extremidades, dejándome desprotegido ante el tercer hombre de la montaña que ya se acercaba hacia el monolito con aires de verdugo. Pude escuchar como en lo más bajo del monte un grupo de hombres se habían apoderado de tambores y de los que ahora salía el retumbar del aire. Lo tuve frente a mí, quise morderle, arrancarle la piel raptada que llevaba como vestido, mostrarle la furia de mi pueblo, pero dos manos cayeron sobre mi como dos piedras y me mordí la lengua. No pude ver lo que hacían, seguían tocando los tambores mientras el verdugo hacía uso del cuchillo que tenía como garra. Percibí el cansancio en la respiración agitada del verdugo y las lágrimas brotaron de mis ojos al ver lo que había hecho. Se acercaron otros dos hombres, del mismo carácter del que cantaba, y se llevaron con ellos mis queridos cuernos gemelos: me habían arrebatado el orgullo. ¿Por qué mis cuernos?, ¿Qué necesidad había de separarlos de mí, de arrebatarme algo que no podía ser consumido por sus frágiles estómagos?  Los vi marcharse, vi separarse una parte de mí, pues eran mis hijos, mis hermanos, mi compañía en el camino. Las lágrimas inundaron mis ojos y la piedra se mojo de llanto. Y los vi por última vez, desapareciendo entre sombras y gritos y el retumbar de los tambores, el canto de la gente; los vi desaparecer antes que el Sol que ya se había escondido por los altos árboles del horizonte, y que dejaba ver, por última vez, su abanico de rayos celestiales. Seguí llorando hasta que dejé de verlos.
   Y al fin me di cuenta del propósito que tenían los hombres de la montaña. Supe entonces que lo que querían no era comerme, sino sacrificarme; despreciar mi sangre y mi carne, arrojándola por el barranco irregular donde, en su fin desigual, sonaban los gritos y los tambores. ¿Qué desprecio había cometido yo a los hombres para que así tratasen mi piel, mi vida, mi sangre y mi alma?
   Situado ya para que pudiera ver por última vez el cielo, viendo, entre dos rocas, la última luz del día, sentí, al fin, el desgarro de mi piel y vi llover mi sangre sobre la pagana piedra. Un Dios, avergonzado y difuso, me miraba desde las alturas, sin entender la conexión entre mi sangre y las cosechas. Abatido me estrechó la mano, agarrando con fuerza mi alma, alejándome de las bestias de los hombres; y vi mi cuerpo, inerte, sumergirse en su propia sangre, y los ritos a lo lejos, mientras la plebe gritaba y mi sangre corría; «humanos…» —fue mi último pensamiento antes de entrar por las cortinas de espejo y artificio.     

sábado, 6 de junio de 2015

Queridos versos que huis con ternura:

   Verso caído que rimas con ternura,
   Elegía a tu querida letra,
   Que observas cómo su sangre, alma pura,
   De tinta se aleja de su imprenta.

   Querido verso, te pregunto,
   Si me recuerdas en aquella tarde tan calmada,
   Cuando leía, en el eco de tus letras,
   Tu misteriosa voz apagada,
   Y encontré tus propias letras, ya caducas,
   Con la tinta desmayada.

   Me hundí en la oquedad de tu verso
   Que pierde en sus caricias el vibrar del tiempo,
   Y dejé de escuchar tu amable voz lejana;

   Ya no llamarás más a la puerta de mi alma,
   Ya no te verá caminar por el valle, sin recuerdos,
   Desnuda de fuerza, acento, cuerpo y esperanzas.
   Desnuda del polvo y la nada.

   ¿Habrá letras más sinceras —me pregunto— que las letras que se mueren?
   ¿Qué voz habrá que no las nombre, qué llanto habrá que no las llame y busque en ellas tu luz y tus sombras, querida poeta; que busque y encuentre el fatigar de tu voz cansada?
   Que encuentre, así sea, en las rimas tu viento y en las letras tu enseñanza.

lunes, 27 de abril de 2015

Soliloquio de Medianoche por Octavio Paz

   Al no encontrar por ninguna página web, ni por ningún blog este poema entero y perfecto, he decidido transcribirlo de mi libro de poesía de Octavio Paz para que así halla al menos uno. Para que el próximo que tenga que buscar este poema vía web no tenga que dar tantas vueltas como yo.
   Poema obtenido del libro Libertad bajo palabra, Ed. Cátedra. 2009 9ª edición, Madrid.
   ¡Qué lo disfrutéis!

Dormía, en mi pequeño cuarto de roedor civilizado,
Cuando alguien sopló en mi oído estas palabras:
«Duermes, vencido por fantasmas que tú mismo engen-
      dras,
Y mientras tú deliras, otros besan o matan,
Conocen otros labios, penetran otros cuerpos,
La piedra vive y se incorpora,
Y todo, el polvo mismo, encarna en una forma que res-
    pira».

Abrí los ojos y quise asir al impalpable visitante,
Cogerlo por el cuello y arrancarle su secreto de humo,
Mas sólo vi una sombra perderse en el silencio, aire en
        el aire.
Quedé solo de nuevo, en la desierta noche del insomne.
En mi frente golpeaba una fiebre fría,
Hundido mar hirviente bajo mares de yelo.
Subieron por mis venas los años caídos,
Fechas de sangre que alguna vez brillaron como labios,
Labios en cuyos pliegues, golfos de sombra luminosa,
Creí que al fin la tierra me daba su secreto,
Pechos de viento para los desesperados, elocuentes vejigas ya sin nada:
Dios, Cielo, Amistad, Revolución y Patria.

Y entre todos se alzó para hundirse de nuevo,
Mi infancia, inocencia salvaje domesticada con palabras,
Preceptos con anteojos,
Agua clara, espejo para el árbol y la nube,
Que tantas virtuosas almas enturbiaron.

Dueño de la palabra, del agua y de la sal,
Bajo mi fuerza todo nacía otra vez como al principio;
Si mis yemas rozaban su sopor infinito
Las cosas cambiaban su figura por otra,
Acaso más secreta y suya, de pronto revelada,
Y para dar respuesta a mis atónitas preguntas
El fuego se hacía humo,
El árbol temblor de hojas, el agua transparencia,
Y las yerbas y el musgo entre las piedras y las piedras
se hacían lenguas
Sobre su verde tallo una flor roja me hablaba,
Una palabra que me abría cada noche las puertas de la noche
Y el mismo sol de oro macizo palidecía ante mi espada de madera.

Cielo poblado siempre de barcos y naufragios,
Yo navegué en tus témpanos de bruma
Y naufragué en tus arrecifes indecisos;
Entre tu silenciosa vegetación de espuma me perdía
Para tocar tus pájaros de cristal y reflejos
Y soñar en tus playas de silencio y vacío

¿Recuerdas aquel árbol, chorro de verdor,
Erguido como dicha sin término,
Al mediodía dorado,
Obscuro ya de pájaros en la tarde de sopor y de tedio?
¿Recuerdas aquella buganvilla que encendía sus llamas
      Suntuosas y católicas sobre la barda gris,
La recuerdas aquella tarde del pasmo,
Cuando la viste como si nunca la hubieras visto antes,
Morada escala para llegar al cielo?
¿Recuerdas la fuente, el verdín de la piedra,
El charco de los pájaros,
Las violetas de apretados corpiños, siempre tras las corti-
        nas de sus hojas,
el alcatraz de nieve y su grito amarillo, trompeta de las
     flores,
La higuera de anchas hojas digitales, diosa hindú,
Y la sed que enciende su miel?
Reino en el polvo, reino
Cambiado por unas baratijas de prudencia.

Amé la gloria de boca lívida y ojos de diamante,
Amé el amor, amé sus labios y su calavera,
Soñé en un mundo en donde la palabra engendraría
Y el mismo sueño habría sido abolido
Porque querer y obrar serían como la flor y el fruto.
Mas la gloria es apenas una cifra, equivocada con fre-
      cuencia,
El amor desemboca en el odio y el hastío,
¿y quién sueña ya en la comunión de los vivos cuando
      todos comulgan en la muerte?
 
A solas otra vez, toqué mi corazón,
Allí donde los viejos nos dijeron que nacían el valor y la
      esperanza,
Mas él, desierto y ávido, sólo latía, sílaba indescifrable,
Despojo de no sé qué palabra sepultada.

«A esta hora» me dije «algunos aman y conocen la
       muerte en otros labios,
Otros sueñan delirios que son muerte,
Y otros, más sencillamente, mueren también allá en los
      frentes,
Por defender una palabra,
Llave de sangre para cerrar o abrir las puertas del mañana».
Sangre para bautizar la nueva era que el engreído profeta vaticina,
Sangre para el lavamanos del negociante,
Sangre para el vaso de los oradores y los caudillos,
Oh corazón, noria de sangre, para regar ¿qué yermos?,
Para mojar ¿qué labios secos, infinitos?
¿Son los labios de un Dios,
De Dios que tiene sed, sed de nosotros, nada que sólo tiene sed?

Intente salir y comulgar en la intemperie con el alba
Pero había muerto el sol y el mundo, los árboles, los animales y los hombres,
Todos y todo, éramos fantasmas de esa noche interminable
A la que nunca ha de mojar la callada marea de otro día.

viernes, 24 de abril de 2015

Un desorden bien cuidado

    A Ernö
 
 
   Había preparado el café, perdido en el recuerdo de la noche anterior, y,  mientras, miraba como la última gota del bello don del sur caía en la negra balsa que encerraba y formaba la cafetera. Como cada mañana, se disponía a tomar su café viendo las noticias, pero al pasar por el monumento del recuerdo, se asombró al ver que en su interior el hexaedro de su orden estaba completamente revuelto y se reía de su recuerdo en su cárcel de cristal. Se acercó con el café en la mano y como un detective inspeccionó con cuidado la cerradura que lo contenía. Estaba intacta para su asombro, nada explicaba cómo aquel cubo se había vuelto de revés en su orden y cómo los colores se habían mezclado tan perfectamente como para no saber cómo comenzar a ordenarlo. « ¡Qué desastre!» dijo mientras cogía las llaves. Abrió la vitrina cuidadosamente, intentando que no se escapara lo que había provocado tal desorden, pero nada escapó, pues nada había. Cogió al objeto que no hacía más que burlarse de él; lo rehízo y lo ordenó, cada color en su cuadrante. Todo encajaba a la perfección: el centro con su arista; los algoritmos que venían en olas del recuerdo, memoria muscular de la infancia. Un giro más de muñeca y se resolvió por arte de magia. Habían pasado muchos años desde la última vez que había resuelto el puzle de los colores y la sensación era maravillosa. Quería seguir pensando qué era lo que había provocado aquello, pero tenía que ir a trabajar y apurando el café salió por la puerta de la entrada que también es la de salida.
   A su regreso todo continuó como lo había dejado: el cubo se encontraba en el interior de la vitrina, ordenado y hecho; aquello que lo había desordenado en la noche no había vuelto y eso le transmitió una cierta tranquilidad. Omitió el incidente de la mañana y lo convirtió en una anécdota más que contar a los amigos. Su día, por otra parte, transcurrió como siempre: después de volver del trabajo se sentó a leer las facturas; también, después de comer, jugó unas partidas a la consola; y al final del día, cuando el sol estaba poniéndose, leyó su libro favorito. Pero, aunque todo lo demás hubiera transcurrido con normalidad, nada podía quitarle de la cabeza el suceso de la mañana. Mientras miraba las facturas, aunque de manera desenfocada, sabía que el cubo le miraba desde la vitrina; también jugando a la consola sentía el peso de la mirada en la espalda; en cambio, con el libro y el atardecer y el cigarro nada de eso ocurrió, las letras no eran un espejo, sino mundos, y él ya no estaba en la habitación, nada podía ser desenfocado, ni tampoco sentido en las viejas calles de Londres de aquel cuento inglés. Al anochecer, antes de cerrar los ojos por última vez en aquel día, pensó de nuevo en el cubo y la vitrina, pero ella estaba ahí con él, respirando el mismo aire, sintiendo el mismo calor; y ya no importaba.
   Acaeció que al día siguiente, al despertarse, el objeto se encontraba de nuevo desordenado y, en este caso, la vitrina estaba abierta. La pasión de la noche le había hecho olvidar todo aquello, pero de repente el objeto estaba ahí deshecho y desfigurado, la vitrina abierta y el sentimiento de amenaza le invadió todo el cuerpo. Sentía que alguien estaba jugando con él y lo buscó por todos los huecos de la casa, pero no encontró nada, sólo un dólar arrugado y lo que debería ser los restos del martes de la pizza. Llamó aquel día al trabajo, arguyendo que no iba a trabajar por problemas médicos, pero en realidad se quedó en la casa sin hacer nada, sentado en una silla y mirando hacia la puerta y la vitrina, asustado valiente que temía que alguien apareciera. Pasaron las horas y por allí no apareció nadie. Llegó a la conclusión, después de pasar toda la mañana sentado, que nadie iba aparecer y que si lo iba hacer lo haría de noche, justo cuando la vitrina estuviera cerrada, el cubo perfectamente hecho y él dormido. Así que, recordando de nuevo los torneos que había ganado y el tiempo que alguna vez brillo en su gloria, rehízo el objeto, un poco más que lo que ponía en el diploma que brillaba en la pared de la vitrina. Cerró la vitrina con llave y continuó viviendo: unas cuantas partidas a la consola, el amor a media tarde, la lectura en el crepúsculo y la cena y las velas a las que les acompañaron las risas y los besos. Llegada la media noche se sentó y espero a que algo apareciera, pero a su asombro nada lo hizo y miró la hora y ya era muy tarde, mañana no funcionaría lo del médico y tendría que ir al trabajo. Durmió intentando no pensar en lo que iba a ocurrir mientras él dormía, pero era tan agradable a su lado, tan suave su espalda que el sueño llegó deprisa, y fue profundo.
   El tiempo había decidido pasar tranquilo y cálido desde el mes pasado en que todo comenzó. La vida sonreía y la vitrina amanecía abierta y el objeto desordenado. Era algo tan confuso que aquel desorden le trajera tanta paz. Se había acostumbrado a ello y se despertaba con tiempo para hacer el café y ordenarlo de nuevo, con nuevos algoritmos, reinventando lo ocurrido y recordando el trofeo que alzo por esos nueve segundos y medio. Volvió su pasión por las cosas y ella era tan bella. Regresó el cronómetro, aunque jamás se había ido, contando una y otra vez en el interior de aquella caja de recuerdos, esperando al mismo segundo durante treinta años. Las lecturas se hicieron más apasionadas, al atardecer le sobrevino el amanecer, y durante la noche, mientras oía su respiración que era el tempo que tenía que seguir, recitaba sus propios poemas. Todo había sido puesto para encajar a la perfección como el centro y las aristas, como el verde al rojo, al naranja, al amarillo y al blanco, pero nunca cerca del azul. No, nunca cerca. Todo transcurría a su alrededor, todo le envolvía y eso le encantaba. Le encantaba la vitrina, le encantaba ella y el objeto desordenado.
   Pero todo cambió aquel día en el que la ventana se despertó abierta y la vitrina cerrada. Él amaneció junto a un sentimiento sordo de no haber soñado. Le había despertado de su no-sueño el frío que entraba por la ventana; era un frío Enero, y ya apenas podía salirse a la calle; la calle era de las heladas y del viento, no de los hombres. Al frio le acompañó el tedio, el sentimiento de abandono en aquel océano de sábanas, ¿qué día es hoy?, ¿por qué se fue sin despedirse? Se levantó y dejó atrás el frío y el aburrimiento, ahora era el momento de preparar un café y afrontar el desorden que hacía un mes ya era orden para él. Pero ya no había anormalidad en su dormitorio, la vitrina y el objeto amanecieron como debían amanecer, pero no como llevaban haciéndolo desde hacía un mes. No comprendía nada, primero ella no estaba en la cama y ahora eso; recordaba haberlo dejado hecho el día anterior antes de acostarse, recordaba haber cerrado a la perfección la vitrina, por qué entonces no estaba deshecho el cubo y la vitrina abierta, ¿por qué todo sigue igual?, maldita sea. Cerraba y abría los ojos fuertemente, esperando que el desorden llegara, ¿por qué aquel orden tan desgraciado? Allí estaba el objeto, tan normal y ordenado, como lo había dejado él el día anterior. La vitrina cerrada y detrás el diploma que ya se le antojaba desagradable. Y recorrió su habitación de un lado para otro, de vez en cuando parándose para ver si el desorden había llegado de nuevo, pero no era así y allí continuaba en su quietud el objeto y la vitrina, mirándole desde su altar, junto al cronómetro y al diploma, junto a la esperanza vacía de que ella volviese, de que jamás se hubiese ido, si estamos a sábado, ¿por qué no amaneció conmigo? La ira le codujo la mano y los nudillos al cristal, el cual se rompió en mil pedazos, incrustándose en la piel donde ya corría la sangre por los valles de los dedos. « ¡Ella no volverá jamás!» dijo derrumbándose. Y el objeto, que le miraba desde la vitrina rota, le respondió: «No, no volverá».

viernes, 17 de abril de 2015

Llamada perdida.

   — Tú estuviste con Gabo, ¿No, Mina?
   Pero Mina no contestó, perdida entre el recuerdo de la huida de Mauro; porqué se fue tan de repente, sin decirme nada, sin ni siquiera despedirse de todos, sólo el sonido del teléfono y después el del portazo tras él, huyó sin ni siquiera darme un beso de despedida, para decirme que todo andaba bien, no es nada, no sos vos, no te preocupes luego te llamo y te cuento bien, pero se había marchado y la había dejado allí como una idiota esperando una llamada, una noticia, algo que le hiciera saber qué es lo que ocurría. Hacía una hora que se había marchado y nadie lo había notado, pero ella sentía la sensación extraña de que algo no andaba del todo bien. Él que no coge sus llamadas y ella y su preocupación estúpida, su recelo de que fuera otra, la envidia de la huida, de la no despedida, ella también quería irse, pero seguía encajada en el cómo.
   — ¿Mina?—  le repitió Julio mientras le tocaba la manga del jersey que colgaba de su brazo; una llamada de atención para que volviese de sus pensamientos.
   —Perdona, me perdí pensando una cosa,  ¿Yo con Gabo?—dijo, desvelando que estaba atenta a la conversación, pero que ésta le carecía de importancia y prefería sus pensamientos—Sí, pero ya sabés, una temporada corta, un juego de niños, nada más.
   —Vieron como sí salió con Gabo—replicó Julio que parecía ser el único que conocía la historia—. Bueno como fue una pavada no te molestará lo que ocurrió anoche: anoche, en el portal de la casa de Lucía, apareció Gabo en su bicicleta y hablando por el telefonillo le declaró su amor por ella. Ella, que siempre ha sentido algo por él, le dijo que sí y se dieron un beso enorme en la puerta del portal. Todo quedo ahí, en un beso, pero los dos idiotas ahora se sienten mal por todo lo que pueda pensar Mina de ellos. A vos no te importá, ¿cierto, Mina?
   —No, para nada. Ahora estoy con Mauro y estamos rebárbaro. Me alegro por ellos—dijo con una sonrisa de escaparate y,  terminando de atender al tema de conversación, dejo caer sus manos en el teléfono.
   — ¿Y vos como sabés eso?—le preguntó Rosi, la cual, había estado distraída armando un cigarrillo y que ahora, encendido, le otorgaba un aura de «madame» con su muñeca doblada y apoyada sobre el inicio y fin de su barbilla.
   —Carlos, que justamente pasaba por ahí, lo vio todo y me lo contó  al llegar a la casa.
   —El mundo es un pañuelo, y mucho más en Buenos Airesañadió Rosi fumando un poco más del cigarro de su mano.
   —Julio, ¿por qué no vino Carlos? —dijo María interesada en los problemas ajenos.
   —Mañana le toca presentar el examen de química de la universidad y está en casa estudiando. Literalmente me echó de casa con la excusa de que le distraía demasiado—le pidió permiso a Rosi y él también se armó un cigarrillo.
    —Bueno, pongan esa maldita película y que alguien llame a la idiota de Lucía y que deje de hacerse la novela en el interior de esa cocina.
    Y todas rieron y ninguna dijo ya nada, sólo se oía el televisor que dibujaba la película favorita de todas y únicamente, como trasfondo, se  escuchaba a Lucía acercarse mientras hablaba con Gabriel por teléfono y ambos discutían: ella tan valiente, cuando salga se lo voy a decir, déjate de pelotudeces Gabriel, se lo digo y ya, no te preocupes, es una tontería, seguro que ni le importa, y él tan cobarde, pero baja, no, no le digas nada, espera un tiempo, ella sabe que me gustaba y yo le gustaba a ella, además son amigas y le va a resultar extraño, pero suerte que Mina andaba en el extremo opuesto del sofá y nada oía y nada le importaba, sólo miraba el teléfono, el televisor siempre le había resultado un inventado raro. Miraba cómo el corazón del teléfono y el suyo se apagaban por momentos, pensando que porqué aquel tres por ciento de batería si apenas lo había usado, maldita compañía de mierda, menudo estorbo este cacharro. Mauro cada vez más lejos y ella más desesperada.
    — ¿Se acuerdan de Lucho?—dijo Celia, dueña de la casa y de las conversaciones, interlocutora que se centraba en ir marcando el margen de la charla, guiando a todas al mismo corral donde ella era la presentadora y el resto meros figurantes—, pues no se lo van a creer, pero Lucho se metió a un gimnasio y ahora está fantástico con esos ojos verdes, una musculosa espalda, y ese rostro fijo y serio que te mira sabiendo que ya no es tan feo, sabiéndolo todo y sabiendo que me tiemblan las piernas cuando me mira y me habla.
    — ¿Qué Lucho? ¿El de la escuela?—preguntó María sorprendida, sabiendo que ella lo había rechazado tantas veces como cursos tenía la escuela.
    —El mismo Lucho. Llevamos días hablando por el móvil y ya nos hemos dicho que nos gustamos, cómo queremos llamar a nuestros hijos; se lo imaginan, mulatos de piel de oro y ojos verdes, van a ser bellísimos. Así que es muy probable que lo traiga a la próxima reunión que hagamos para que lo vean.
    — ¡Qué bueno!— dijo Rosi apagando su cigarro—, traelo y así vemos lo bello que está—estas palabas disgustaron a Celia que, como dueña de la casa, requería de un respeto hacia ella y lo que ella ya llamaba a viva voz «su novio», aunque aún no se hubieran besado. Igualmente y, como sabía que Rosi lo decía todo a viva voz sin pensar mucho en las palabras, continuó describiendo detalladamente a Lucho, el cual, se había convertido en el tema principal de toda la reunión.
    Miró de nuevo el teléfono, arriesgando la poca batería que ya marcaba un número dos en su fondo de desesperación, pero tenía que verlo de nuevo, comprobar con sus ojos que no se había conectado y que no andaba pegándosela con otra, «22.04», respiró y se agobió aún más, si se hubiera conectado, al menos se me habría ido este agobio estúpido, no sé si está bien, si está mal, no sé dónde anda, carajo Mauro, contestá al maldito teléfono. Agarró palomitas del bolde que Lucía había traído, y mientras ésta la miraba con invitación de querer hablar, Mina se centraba de nuevo en el teléfono y dejaba aparte las conversaciones sobre Lucho y su cuerpo de gimnasio. Pensó en llamar a su madre, suerte de memoria celular que ya no obligaba a acordarse de los números. La localizó en la agenda, pero al instante el nombre se volvió nube, incesante luz que se pierde entre las sombras grises y negras; el teléfono quedó dormido en la palma de su mano y ya no quedaba otra que esperar, que mirar el móvil de Mauro por el teléfono de persona ajena o preguntarle a Celia sobre dónde guardó el número de la madre de Mauro para llamarla desde el fijo, pero Celia estaba tan perdida contando su encuentro con el nuevo Lucho que seguro ni se acordaba de dónde estaba el teléfono fijo. Todo lo que quedaba era esperar. « ¿Esperar a qué?» pensó mientras se dejó llevar por las conversación de Lucho, qué bueno, no me digas, pero yo no le recuerdo tan feo, tú siempre ves feos a todos Celia, todas rieron y Mauro quedó perdido, al igual que la llamada que sonó diez veces antes de que el traficante se diera cuenta de que algo vibraba en el bolsillo del joven. Lo recogió y miró en su interior, en la pantalla digital: «Mina, qué nombre tan bello para una mujer», volvió a meter el teléfono en el bolsillo y arrójenlo ya, esta mierda pesa demasiado, y el teléfono murió en el interior del pantalón mientras los peces picoteaban del cuello del muchacho donde una brecha de sangre irrumpía el azul del mar.