A Ernö
Había preparado el café, perdido en el recuerdo de la noche
anterior, y, mientras, miraba como la
última gota del bello don del sur caía en la negra balsa que encerraba y
formaba la cafetera. Como cada mañana, se disponía a tomar su café viendo las
noticias, pero al pasar por el monumento del recuerdo, se asombró al ver que en
su interior el hexaedro de su orden estaba completamente revuelto y se reía de
su recuerdo en su cárcel de cristal. Se acercó con el café en la mano y como un
detective inspeccionó con cuidado la cerradura que lo contenía. Estaba intacta
para su asombro, nada explicaba cómo aquel cubo se había vuelto de revés en su
orden y cómo los colores se habían mezclado tan perfectamente como para no
saber cómo comenzar a ordenarlo. « ¡Qué desastre!» dijo mientras cogía las
llaves. Abrió la vitrina cuidadosamente, intentando que no se escapara lo que
había provocado tal desorden, pero nada escapó, pues nada había. Cogió al
objeto que no hacía más que burlarse de él; lo rehízo y lo ordenó, cada color
en su cuadrante. Todo encajaba a la perfección: el centro con su arista; los
algoritmos que venían en olas del recuerdo, memoria muscular de la infancia. Un
giro más de muñeca y se resolvió por arte de magia. Habían pasado muchos años
desde la última vez que había resuelto el puzle de los colores y la sensación
era maravillosa. Quería seguir pensando qué era lo que había provocado aquello,
pero tenía que ir a trabajar y apurando el café salió por la puerta de la
entrada que también es la de salida.
A su regreso todo continuó como lo había dejado: el cubo se
encontraba en el interior de la vitrina, ordenado y hecho; aquello que lo había
desordenado en la noche no había vuelto y eso le transmitió una cierta
tranquilidad. Omitió el incidente de la mañana y lo convirtió en una anécdota
más que contar a los amigos. Su día, por otra parte, transcurrió como siempre:
después de volver del trabajo se sentó a leer las facturas; también, después de
comer, jugó unas partidas a la consola; y al final del día, cuando el sol
estaba poniéndose, leyó su libro favorito. Pero, aunque todo lo demás hubiera
transcurrido con normalidad, nada podía quitarle de la cabeza el suceso de la
mañana. Mientras miraba las facturas, aunque de manera desenfocada, sabía que
el cubo le miraba desde la vitrina; también jugando a la consola sentía el peso
de la mirada en la espalda; en cambio, con el libro y el atardecer y el cigarro
nada de eso ocurrió, las letras no eran un espejo, sino mundos, y él ya no
estaba en la habitación, nada podía ser desenfocado, ni tampoco sentido en las
viejas calles de Londres de aquel cuento inglés. Al anochecer, antes de cerrar
los ojos por última vez en aquel día, pensó de nuevo en el cubo y la vitrina,
pero ella estaba ahí con él, respirando el mismo aire, sintiendo el mismo
calor; y ya no importaba.
Acaeció que al día siguiente, al despertarse, el objeto se
encontraba de nuevo desordenado y, en este caso, la vitrina estaba abierta. La
pasión de la noche le había hecho olvidar todo aquello, pero de repente el
objeto estaba ahí deshecho y desfigurado, la vitrina abierta y el sentimiento
de amenaza le invadió todo el cuerpo. Sentía que alguien estaba jugando con él
y lo buscó por todos los huecos de la casa, pero no encontró nada, sólo un
dólar arrugado y lo que debería ser los restos del martes de la pizza. Llamó aquel día al trabajo, arguyendo que no
iba a trabajar por problemas médicos, pero en realidad se quedó en la casa sin
hacer nada, sentado en una silla y mirando hacia la puerta y la vitrina,
asustado valiente que temía que alguien apareciera. Pasaron las horas y por
allí no apareció nadie. Llegó a la conclusión, después de pasar toda la mañana
sentado, que nadie iba aparecer y que si lo iba hacer lo haría de noche, justo
cuando la vitrina estuviera cerrada, el cubo perfectamente hecho y él dormido.
Así que, recordando de nuevo los torneos que había ganado y el tiempo que
alguna vez brillo en su gloria, rehízo el objeto, un poco más que lo que ponía
en el diploma que brillaba en la pared de la vitrina. Cerró la vitrina con
llave y continuó viviendo: unas cuantas partidas a la consola, el amor a media
tarde, la lectura en el crepúsculo y la cena y las velas a las que les
acompañaron las risas y los besos. Llegada la media noche se sentó y espero a
que algo apareciera, pero a su asombro nada lo hizo y miró la hora y ya era muy
tarde, mañana no funcionaría lo del médico y tendría que ir al trabajo. Durmió
intentando no pensar en lo que iba a ocurrir mientras él dormía, pero era tan agradable
a su lado, tan suave su espalda que el sueño llegó deprisa, y fue profundo.
El tiempo había decidido pasar tranquilo y cálido desde el
mes pasado en que todo comenzó. La vida sonreía y la vitrina amanecía abierta y
el objeto desordenado. Era algo tan confuso que aquel desorden le trajera tanta paz. Se había acostumbrado a ello y se despertaba con tiempo para hacer
el café y ordenarlo de nuevo, con nuevos algoritmos, reinventando lo ocurrido y
recordando el trofeo que alzo por esos nueve segundos y medio. Volvió su pasión
por las cosas y ella era tan bella. Regresó el cronómetro, aunque jamás se
había ido, contando una y otra vez en el interior de aquella caja de recuerdos,
esperando al mismo segundo durante treinta años. Las lecturas se hicieron más apasionadas,
al atardecer le sobrevino el amanecer, y durante la noche, mientras oía su
respiración que era el tempo que tenía que seguir, recitaba sus propios poemas.
Todo había sido puesto para encajar a la perfección como el centro y las
aristas, como el verde al rojo, al naranja, al amarillo y al blanco, pero nunca
cerca del azul. No, nunca cerca. Todo transcurría a su alrededor, todo le
envolvía y eso le encantaba. Le encantaba la vitrina, le encantaba ella y el
objeto desordenado.
Pero todo cambió aquel día en el que la ventana se despertó
abierta y la vitrina cerrada. Él amaneció junto a un sentimiento sordo de no
haber soñado. Le había despertado de su no-sueño el frío que entraba por la
ventana; era un frío Enero, y ya apenas podía salirse a la calle; la calle era
de las heladas y del viento, no de los hombres. Al frio le acompañó el tedio,
el sentimiento de abandono en aquel océano de sábanas, ¿qué día es hoy?, ¿por
qué se fue sin despedirse? Se levantó y dejó atrás el frío y el aburrimiento,
ahora era el momento de preparar un café y afrontar el desorden que hacía un
mes ya era orden para él. Pero ya no había anormalidad en su dormitorio, la
vitrina y el objeto amanecieron como debían amanecer, pero no como llevaban
haciéndolo desde hacía un mes. No comprendía nada, primero ella no estaba en la
cama y ahora eso; recordaba haberlo dejado hecho el día anterior antes de
acostarse, recordaba haber cerrado a la perfección la vitrina, por qué entonces
no estaba deshecho el cubo y la vitrina abierta, ¿por qué todo sigue igual?,
maldita sea. Cerraba y abría los ojos fuertemente, esperando que el desorden
llegara, ¿por qué aquel orden tan desgraciado? Allí estaba el objeto, tan
normal y ordenado, como lo había dejado él el día anterior. La vitrina cerrada
y detrás el diploma que ya se le antojaba desagradable. Y recorrió su
habitación de un lado para otro, de vez en cuando parándose para ver si el desorden
había llegado de nuevo, pero no era así y allí continuaba en su quietud el
objeto y la vitrina, mirándole desde su altar, junto al cronómetro y al
diploma, junto a la esperanza vacía de que ella volviese, de que jamás se
hubiese ido, si estamos a sábado, ¿por qué no amaneció conmigo? La ira le
codujo la mano y los nudillos al cristal, el cual se rompió en mil pedazos,
incrustándose en la piel donde ya corría la sangre por los valles de los dedos.
« ¡Ella no volverá jamás!» dijo derrumbándose. Y el objeto, que le miraba desde
la vitrina rota, le respondió: «No, no volverá».